La defensa de Cerviño

La lluvia seguía reventándose en gotas sobre el asfalto. Las lágrimas, estallaban desde su centro, y se dispersaban en el aire, cuando las manos las barrían del rostro. Sordos, los gritos, retumbaban rebasados de humedad en las paredes aun sin revocar.
Un brazo se aferraba desesperado a la vida, a la subsistencia, al vínculo, a la poca seguridad de estar uno con el otro. El otro brazo apenas hacía lo suficiente para desempañarle de los ojos, las lágrimas amargas, embuídas de pavor.
Uno a uno, los ojos de los centinelas del infortunio y la violencia, se acomodaron en sus confortables butacas de umbral, con los pies en las costa de la calle embarrada, con sus brazos exasperados, sus ojos excitados, y sus corazones inyectados de equivocada adrenalina.
Sobraban centinelas en la cuadra, despierta la ciudad en medio de la noche por el forcejeo de los poderes  y las voluntades, de la rabia y el pánico cuando apresa, de los deberes y los derechos cuando se oponen al bienestar y a la salud.
Los centinelas, todos testigos, todos cómplices Todos garantes de la perpetración.
El padre, quebrado en la impotencia de quien tiene la fuerza necesaria en los brazos sin verbo, fue arrancado del abrazo de su hijo El hijo, despojado de los brazos protectores de su padre. El tan pequeño extendió los suyos en busca de consuelo, de certeza y de abrigo. Y en su búsqueda no miro a nadie más con esos ojos, que a su ya imberbe padre.

Las luces apagadas, las puertas cerradas, los centinelas dormidos, la lluvia enfurecida, el barro ingrato, el silencio filoso. Todavía podía sentir el perfume de su hijo en ese último abrazo, y el reflejo de sus brazos, adoloridos por la resistencia. Paso a paso, se alejó hacia la avenida. Enmarcado en una ciudad cómplice, que no se le ofrecerá como testigo.

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