Prägnanz

No habría querido hacerlo. Caminaba encontrando en cada ladrillo que las casas dejaban a la vista los rostros de profunda desaprobación y rechazo que la habían escoltado hasta la penumbra de ese callejón. Un perro abandonado a su descanso la ilusionaba con ser la mano que le quitaría al niño de los brazos, si apenas los creyera impotentes.

Tras de sí, tan inmenso como la luna cuando se refleja en los adoquines después de la tormenta, el recuerdo de su padre la asediaba como el aura brillante que ya no poesía El cuervo sobre la alameda, con sus ojos profundos, no evocaba la tragedia. Se posaba allí como la señal que había estado esperando. Aquel era el sitio, allí debía estar, la pobre madre del niño raptado por los caballeros de la Logia de Monforte de Lemos, sabrán solo ellos con qué pérfida finalidad.


Pequeña y esclava, vestida de dama bien, desafiaba el musgo de los adoquines con sus flacas piernas temblorosas, la fuerza que solo la lealtad por su señora y su benjamín arrebatado, le daban.

La defensa de Cerviño

La lluvia seguía reventándose en gotas sobre el asfalto. Las lágrimas, estallaban desde su centro, y se dispersaban en el aire, cuando las manos las barrían del rostro. Sordos, los gritos, retumbaban rebasados de humedad en las paredes aun sin revocar.
Un brazo se aferraba desesperado a la vida, a la subsistencia, al vínculo, a la poca seguridad de estar uno con el otro. El otro brazo apenas hacía lo suficiente para desempañarle de los ojos, las lágrimas amargas, embuídas de pavor.
Uno a uno, los ojos de los centinelas del infortunio y la violencia, se acomodaron en sus confortables butacas de umbral, con los pies en las costa de la calle embarrada, con sus brazos exasperados, sus ojos excitados, y sus corazones inyectados de equivocada adrenalina.
Sobraban centinelas en la cuadra, despierta la ciudad en medio de la noche por el forcejeo de los poderes  y las voluntades, de la rabia y el pánico cuando apresa, de los deberes y los derechos cuando se oponen al bienestar y a la salud.
Los centinelas, todos testigos, todos cómplices Todos garantes de la perpetración.
El padre, quebrado en la impotencia de quien tiene la fuerza necesaria en los brazos sin verbo, fue arrancado del abrazo de su hijo El hijo, despojado de los brazos protectores de su padre. El tan pequeño extendió los suyos en busca de consuelo, de certeza y de abrigo. Y en su búsqueda no miro a nadie más con esos ojos, que a su ya imberbe padre.

Las luces apagadas, las puertas cerradas, los centinelas dormidos, la lluvia enfurecida, el barro ingrato, el silencio filoso. Todavía podía sentir el perfume de su hijo en ese último abrazo, y el reflejo de sus brazos, adoloridos por la resistencia. Paso a paso, se alejó hacia la avenida. Enmarcado en una ciudad cómplice, que no se le ofrecerá como testigo.

La Sentencia

Habría llamado a la puerta la piedad esa mañana. Ciertamente, yo no pude oírle. No cabía dentro mío el más pequeño atisbo de gratitud. Era asombro puro.
Cuando se pronunció, caló hondo en los huesos de la alborotada audiencia el silencio. Desgarro cruel de mi serenidad forzada, el escuchar el “culpable”.
Fue mi amoralidad, objeto de juicio y estudio de todos los presentes, erráticos vagabundos del intelecto, que reptan por los burdeles de la ignorancia ilustrada por la chusma, para la esforzada confección de sus opiniones mediocres.
Solo a mi intimidad y a Dios, debo las cuentas rendir por mis actos. Estos no ofenden bajo ninguna de sus formas, lo público de la moral, puesto que solo me expreso verdadero en los profundo de la intimidad de mi morada.
Sabían acaso que sus reproches eran hijos incoherentes de una razón decapitada por la contradicción de sus propias normas.
Fue cruento objeto aquella noche de la calumnia difamadora.
Yo había pecado, si, lo confieso abiertamente entre estas palabras oscuras como la noche, en este papel que ya arde prometiéndose cenizas.
He pecado, y en tanto lo he disfrutado por haber sido materia restringida de los pasillos sociales de nuestra forma de ser más de dos.
Tronaron las palabras del juicio injusto sobre la llanura inmensa de mi pecho desierto de esperanzas ¿Cómo puedo sentir gratitud? ¿Cómo puedo aceptar que me negaron e derecho mas sagrado, por sobre la vida, que es la forma la propia muerte?
No puedo agradecer que me alejen de la muerte al tiempo que me la hacen única opción, siempre necesaria.
Piadosa hubiera sido la ejecución final por toda condena. Mas no pude sino vagar en la resistencia de mi cuerpo desobediente, por las celdas de mis lamentos, sujeto a los infortunados castigos de pan y de agua, con que alimento la sociedad toda, a mi cuerpo para que viva fuerte, la condena que habría debilitado la potestad de mi alma hasta su extinción.

Silencio y sombras, dentro y fuera de mi me abrigan y destapan, agonía de mis días repetidos, días que no han de ser secundados por ningún final.

Fortuna

Grité durmiendo; de pronto interrumpí la noche. La calma que nunca fue tal, se quebró en mil pedazos, cada uno, fragmentos de un pasado negado, de gritos compactos tras la mano que se le apropia de los labios que inocentes, intentaron abrirse para pronunciarse, cuando aún había tiempo.
Rota la noche, vagué por la oscuridad de los recuerdos, mórbidas ramas del absurdo pasado que rasgan la piel sin la ambición de atravesarla.
Abrupta la caída de todos los tropiezos, profunda la herida, gruesa la marca, indeleble las cicatrices con que se graban las danzas de la yesca erguida cuando se describe en la piel.
Y aún así, abatido de tanto pasado,  sordo por el propio grito, no aminoré mi marcha. Seguí marcando mis pasos por el sendero crujiente de lo reciente. Y aun así, ardiendo en mis brazos rasgados, no recusé mi camino. Pues habita tras la senda, allí donde la yesca erguida se mezcla con las hojas del otoño joven, el tiempo de un espacio, y el espacio de un tiempo inacabado donde todas las cosas aún suceden, sin tanto pasado como futuro posible, sin tanta sonrisa, como semblante reflexivo y lágrimas emotivas.

Abrigado por el día, por la oscuridad de la noche, rasgado el vestido de la piel y sometida la voluntad al tedio de la andanza no habría de detener mi marcha, no rompería el fluir de mi destino, no renegaría de mi lucha cotidiana, puesto que no hay forma en que yo pueda entregar a ningún espectro del pasado la renuncia a mi futuro.

Adiós llovido

Serpentean con cruel complicidad,
las gotas a lo largo del rostro,
solo para negar las lágrimas
que, desesperadas, le brotan de los ojos,
extraviados de pavor.

No hay dolor más humanamente profundo,
que aquel de los brazos cuando la fuerza es inútil,
y quedan vacíos, temblando.

No hay motivo, no existe una razón,
solo un abrazo asustado,
la desesperación de un adiós llovido.
solo hubo amor y desarraigo
bajo la garúa gruesa de la noche, aquella,
donde lo obvio fue imposible de probar.

El aguardo

Ahora si,
Ahora que hay silencio,
Ahora aqui, que ya no espero
Que vengas a mi encuentro.

Ahora ya,
Que ya ha cesado de temblar en el aire
Tu llamada encendida, arrebatada.

Si, Ahora.
Ahora es que me pides que aguarde,
Y no a ti.

Ahora me pides,
Disculpándote solo con el tiempo,
Que no te busque,
Pero que te encuentre.

Ahora, que veo
Con espantosa claridad antigua
Que no tienes la voluntad si quiera
De confundirme.

Tu me tienes para tí,
Y no me tomas,
Solo te limitas a llamarme
A tu encuentro,
Movida por la delgada voluntad
De acercarme hasta ti.

Ahora, que dudo profundo
 de quererte cerca,
Que pienso constante
Si repetirte dentro,
Que deseo fuerte
Negarme de lejos.

Ahora si me llamas,
Arrebatado levemente,
Te retiras, y apareces,
Me confundes y convences.

Ahora sí, que empiezo a quererme sin tí,
Me quieres, me llamas,
Y siempre me tienes.

Peregrino ligero
En esa soledad clandestina,

En la que me prefieres.
 

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