La Brújula

Se esconden los soles y las lunas, en una danza circular que atraviesa la seca, húmeda, alta y baja pampa. A la pampa extensa que no se invade a sí misma en su diversidad. Pampa húmeda de pisadas profundas y galopadas.

Yo escucho el susurro de una tierra que sangra en flores, que acuna su dolor en el sauce, que se embriaga de lluvia cuando se le agrietan los labios secos con que bendice los frutos.

Del Quinto hasta Samborombón, salado es su Río, tan solo por las lágrimas arrancadas a puro golpe de la pólvora en su rivera. Lagrimas que serena en su dolor, la Pampa recuerda entre susurros de suaves brisas y fuertes vientos. Siento el polvo que levantan las balas cuando atraviesan su sagrado manto que nos abre de tanto en tanto para regalarnos la vida.

Madre Tierra, desde aquí yo oigo tu canto. Siento caer las balas del cañón abovedando tu cuero blando,  el estruendo de fuegos que caen como agua de las manos al manantial de la historia que nos fue marcando. Porque lo que nos une es el relato de cuando nos han separado, donde confluye nuestra historia y quedamos enfrentados. En el surco fecundo germina tu llanto.

La historia practica riego del llano, con sangre de mis venas, que laten acompasadas al gemido de la Tierra que se parte de dolor. Madre mía, que tantos hermanos me has dado, aun oigo chispear la yesca de los fogones, y tronar la pólvora en la contienda,  de cuando fuiste también casa del crimen entre hermanos. Te abrazo, madre, que soportas como entonces, los embates de tus hijos, cuando te desconocen el vientre de donde han venido.

Vacía de hermandad, esta tierra se fue secando, entre nuestros ojos, dibujó las grietas que el blanco nos fue sembrando, cuando impuso edificios altos, para escoger para sí qué Sol y para el hermano, qué sombra. Y pisamos sus rostros curtidos, para fingirnos más altos.  Así dejamos al anfitrión de la casa mendigando, le borramos del rostro la mirada y la dignidad entonces, de entre nosotros mirarnos. Vuelve el hijo prodigo, con la lanza partida como trofeo de desgarrar desde el vientre al padre, al nativo, a su hermano, y arrancar del seno al niño, y de la mujer cegar sus manos. Celebran la muerte y la vida, una raza de justos varones de grandeza y patriótica unción.

La simiente feraz de América Latina, que agoniza por las discordias profundas, en el surco fecundo germina, de otro que no es un otro, sino que es uno, un exótico que de la Madre ofrece su seno amoroso. Porque la tierra es tierra, y toda una, y por ella todos 

Cianotopia de Verano

Sonrojado de presencia,
se abandona el sol a su horizonte
desmemoriando a la yesca
de su pasado verde y vital

Brasa radiante que vaga por el cielo
se lleva consigo la luz y el calor,
y nos deja solo un pequeño pedazo
de todas las cosas

Una perla reluciente se abraza al firmamento,
manto incrustado de héroes anónimos,
y contemplo, sensual, lujuriosa,
mas con santa inocencia consuelo
los secretos que a la noche se confiesan.

Da reposo al agitado,
adormece al oprimido,
opio suave y soberbio,
la luna y su belleza,
recrean un escenario surreal.

Cianotipo efímero,
fresca brisa que renueva,
noche que reverdece la llanura,

remanso de los sueños sin cumplir.

Inocencia Pactada

No debiera sorprendernos encontrarnos una noche atravesando con la mirada, las gotas de lluvia que se deslizan pausada y arrítmicamente por la ventana en un día lluvioso, con una sensación de abandono de las fuerzas en cada fibra muscular. No debiera.

No puede ser evitado. No debe culparse a nadie. Solo quien lo probó lo sabe. Pocas cosas en el mundo han de ser más inevitable que esta que les cuento.

De alguna forma os puedo contar que fue lo que sucedió, una suerte de acontecimientos cronológicamente organizados, que describen a modo de compendio  los episodios que hacen a mi historia, mas no es esa sino otra, la forma  en que yo he de contarlo  esto que me ha sucedido. La historia de una transformación horrorosa.

Originalmente sentía yo que siendo todo aquello que se supone  por  bueno, estaría mística y misteriosamente amparado de los efecto del Mal sobre mí, y tanto como de su ejercicio.  Algo así como la garantía de que no pertenecía a esa extraña subdivisión de  la raza humana donde los seres están esencialmente dotados de sentimos oscuros y  acciones pecaminosas y vertebradas en el placer.

No fue hasta entonces que en mi finamente acabada rutina diaria, las cosas empezaron a perturbarse. Por algún motivo que entonces no llegue a advertir, no podía concentrarme en mis tareas habituales, las que nunca antes me habían resultado costosas. El letargo se iba apoderando  lentamente de mi postura frente al ordenador, mi mente no lograba estimularse con ningún tipo de infusión que bebiera.

Algo había cambiado, o quizás algo estaba cambiando dentro de mí. Un día determinado, sin fenómenos climáticos que lo hicieran especial, o eventos agendados que lo hicieran más memorable que cualquier otro, experimenté la primera manifestación innegable de lo que venía sucediendo.

No fue hasta que Juan Q. cayese de la apiladora que lo mantenía elevado a la altura del tercer nivel del rack de materiales peligrosos (uno 8 metros de altura aproximadamente), y escuchase yo el sonido de su columna vertebral estallando en incontable cantidad de piezas, al interrumpir la libre caída una de las uñas de la máquina que, aún en marcha y con un conductor presa del más absoluto pánico, que pude sentir estremecerse a cada una de mis terminales nerviosas de una forma exquisitamente novedosa para mí.

Interrumpidas ya mis discontinuadas tareas, salí de la oficina, para apreciar bien de cerca el escenario que olía a pánico y a sangre fresca. De cerca, las cosas se veían muchísimo más claras, el escenario era vívidamente más intenso, los sonidos dejaban de ser sordos, y la presencia de una soledad absoluta en el depósito que hizo su eco en medio de mi pecho, logrando que mi corazón fibrilara en un dulce suspenso cargado de adrenalina. Estábamos solos, o estaban solo aun creyendo que estaban conmigo, o mejor dicho, creyendo que yo estaba con ellos.

Y estaba pero de alguna forma, me encontraba ausente. Si bien me encontraba de pie, detenido ante el mórbido escenario, mi mente no recurría a las acciones que, antes, hubiera recurrido: reportar el accidente, brindar unos precarios primeros auxilios, calmar a mi compañero en pánico, etc. Esta vez me encontraba recordando las múltiples ocasiones en que quién ahora yacía destrozado  boca abajo sobre el sucio piso del Warehouse, echando sangre por cuanto agujero tuviera a la vista, me había molestado dejándome golpeado, humillado, herido en mi precario orgullo proletario, a merced de mi quebrada voluntad. Recordé las veces que deseé que alguna fuerza supra humana tomara conocimiento de esta situación que innegablemente, tomara medidas pertinentes que resarcieran mi daño, y marcaran honda huella en mi perpetrador.

Lo pensaba con la misma fuera con que se reza una promesa. Y quien fuera que lo haya hecho, me escucho. Fue esa entonces la sensación que sentí al sentirlo destruirse la columna, el torso, el rostro y el futuro completo. Bebí un sorbo de venganza, y me dio una particular saciedad. Una que no creí posible experimentar antes.
Los hechos que se sucedieron con inmediata posterioridad, ciertamente los desconozco, o de conocerlos, no los recuerdo en absoluto. El único registro que tengo desde ese momento es el de unas filosas pulseras clavadas en mis muñecas: esposas. De allí en más, el tiempo fue una sucesión indefinida de rostros con expresión condenatoria, de llenado y firma de formularios inescrutables, de llamados, abogados, habitaciones enrejadas, con espejos, oscuras y húmedas. Y el estrado.

Desde allí intento una y otra vez, dar a conocer mi historia, y refutar las innegables teorías confabuladoras de que tuve algo que ver en el incidente de Juan. No sería capaz de consumar tales cosas. Ni tampoco sería posible que materializara mis pensamientos de venganza, o mi sentimiento de profundo odio por el operario caído, justamente, en desgracia.

El escenario me incriminaba, los testimonios acusatorios eran directos. Yo habría obstruido la máquina durante el tiempo de almuerzo de ese mismo día, y habría aguardado con sospechosa actitud el momento del accidente dentro de mi oficina, mientras comida un tupper frío tallarines con estofado del día anterior.

Solo por un momento, me detuve a pensar si esto era cierto. Yo de aquel día apenas recordaba la perturbada rutina diaria, mis tareas discontinuadas, y con exquisito detalle el accidente.

¿Acaso seria cierto que me habían escuchado? ¿Acaso concurrí a un extraño pacto oscuro, principio de todas mis transformaciones, para acabar, de esa forma, con todos los tormentos que Juan Q me propinaba?. Tras esa pregunta, mi conciencia guardó un hondo silencio. Y entonces lo supe. Si saber cómo lo logré, era culpable. Pero no había sido yo.

-           ¿Cómo se declara?

-           Inocente, Su Señoría.

Dark Master

La sangre rebota en los cristales
en forma de gotas gruesas,
vestida de lluvia.

Truenos y tormentos,
suspenso indómito del alma
en cada desgarro del tronar.

Locura y muerte en el mismo suspiro,
abrazo lejano de cenizas,
pesadilla a pupila abierta.

Expedición hacia los sentidos esotéricos
misterio en lo abierto del cielo

Caos y Silencio.
Las confesiones registradas,
dictan testimonio de su tensa agonía.
Fantástica imaginación perturbada

que recrea, lúgubre, su propia muerte.

Vivir con Buenos Aires

Yo vivo en una Buenas Aires que no todos conocen, y que sin embargo, a todos conoce.

Buenos Aires es una ciudad que se embellece sola, porque se abraza a la historia que le fue dando forma, y se aferra con fuerza cuando los recuerdos quieren desvanecerse. Entonces vemos algunas veces, sin entender muy bien porque, que Buenos Aires es ese crisol de épocas vivas que se apoyan sobre las baldosas de una misma vereda.

Buenos Aires es sus edificios, sus casas,  y sus cafecitos medio derruidos, que a veces comparten su atmósfera color sepia desde una ochava gris, mordida en los cordones, o en algún pasajecito o callecita no tan concurrida. Buenos Aires es también la suma de sus barrios que son tan distintos como las personas que concurren a una misma senda peatonal en el Obelisco a las 12 del mediodía de un lunes de abril. Buenos Aires es todas las personas que aunque sea solo una vez, la han caminado.

Las personas van caminando por las calles de la ciudad con paso aplomado sin saber que cada una de las pisadas de las suelas de sus zapatos provoca las vibraciones de los golpes de los bombos en las murgas de las plazas los sábados por la tarde.

Cuando los niños gritan en los patios de recreo destechados, proyectan su mirada hacia el cielo, acumulando con fuerza sus gritos  entre las nubes que tronaran con la misma fuerza de esos  gritos en los relámpagos de las tormentas fuertes que sacuden los edificios y desarman los tendederos de ropa del centro de la ciudad en verano.

Hasta el agua que circula en Buenos Aires, lo hace con la misma gracia que los bailarines de Tango que se ofrecen a los que son extranjeros en su propia tierra, en las peatonales de Florida y Lavalle. Aparece por todos lado, nace en lo plateado de nuestro río, se acumula en sus dársenas decoradas de ingeniosa arquitectura moderna, esa que no logra imponerse al paisaje tradicional de los edificios que están desde aquel siempre que antecede a nuestra propia existencia; se distribuye en sus invisibles canales, y  en cada tormenta brota hacia el asfalto empinado en las alcantarillas de un Parque de Patricios que no puede lavarse de la boca su sabor a barrio.

El espíritu de esta Ciudad lo encuentro sudor de las canchas agitadas, que se abrazan entre sus miles de espectadores cuando celebran un gol, que solo por ser un gol más en Buenos Aires, tiene esa impronta de pueblo refinado con aires de nostalgia que puede sentirse en la bruma de cada mañana, en el ruido de las puertas altas de los PH cuando se cierran y hacen rebotar sus paneles de vidrio ciego. En el olor a viejo y barrio de los que toman mate en la puerta de la casa con el sol de las cuatro de la tarde.

Quien ha llegado a Buenos Aires, quien ha nacido en esta patria chica de adoquines y de silencio de domingo a la hora de la siesta, sabe entonces lo que es estar enamorado de un lugar, de un tiempo único, de apropiarse de un XX de identidades que le dan colores a la piel, y sentimiento al alma.

Buenos Aires, es mía, es del que duerme bajo la autopista,  del que la mira del enésimo piso recoleto, y del que la lee a través de la borra de un café.


Yo vivo en una ciudad, yo vivo en esta Buenos Aires, que me define, me identifica, me represente, me llama, me modela y me emociona. Yo amo a Buenos Aires, esa donde estamos solos, y aun así, en su nostalgia nos abrazamos todos.

Vivir con Buenos Aires

Yo vivo en una Buenas Aires que no todos conocen, y que sin embargo, a todos conoce.

Buenos Aires es una ciudad que se embellece sola, porque se abraza a la historia que le fue dando forma, y se aferra con fuerza cuando los recuerdos quieren desvanecerse. Entonces vemos algunas veces, sin entender muy bien porque, que Buenos Aires es ese crisol de épocas vivas que se apoyan sobre las baldosas de una misma vereda.

Buenos Aires es sus edificios, sus casas,  y sus cafecitos medio derruidos, que a veces comparten su atmósfera color sepia desde una ochava gris, mordida en los cordones, o en algún pasajecito o callecita no tan concurrida. Buenos Aires es también la suma de sus barrios que son tan distintos como las personas que concurren a una misma senda peatonal en el Obelisco a las 12 del mediodía de un lunes de abril. Buenos Aires es todas las personas que aunque sea solo una vez, la han caminado.

Las personas van caminando por las calles de la ciudad con paso aplomado sin saber que cada una de las pisadas de las suelas de sus zapatos provoca las vibraciones de los golpes de los bombos en las murgas de las plazas los sábados por la tarde.

Cuando los niños gritan en los patios de recreo destechados, proyectan su mirada hacia el cielo, acumulando con fuerza sus gritos  entre las nubes que tronaran con la misma fuerza de esos  gritos en los relámpagos de las tormentas fuertes que sacuden los edificios y desarman los tendederos de ropa del centro de la ciudad en verano.

Hasta el agua que circula en Buenos Aires, lo hace con la misma gracia que los bailarines de Tango que se ofrecen a los que son extranjeros en su propia tierra, en las peatonales de Florida y Lavalle. Aparece por todos lado, nace en lo plateado de nuestro río, se acumula en sus dársenas decoradas de ingeniosa arquitectura moderna, esa que no logra imponerse al paisaje tradicional de los edificios que están desde aquel siempre que antecede a nuestra propia existencia; se distribuye en sus invisibles canales, y  en cada tormenta brota hacia el asfalto empinado en las alcantarillas de un Parque de Patricios que no puede lavarse de la boca su sabor a barrio.

El espíritu de esta Ciudad lo encuentro sudor de las canchas agitadas, que se abrazan entre sus miles de espectadores cuando celebran un gol, que solo por ser un gol más en Buenos Aires, tiene esa impronta de pueblo refinado con aires de nostalgia que puede sentirse en la bruma de cada mañana, en el ruido de las puertas altas de los PH cuando se cierran y hacen rebotar sus paneles de vidrio ciego. En el olor a viejo y barrio de los que toman mate en la puerta de la casa con el sol de las cuatro de la tarde.

Quien ha llegado a Buenos Aires, quien ha nacido en esta patria chica de adoquines y de silencio de domingo a la hora de la siesta, sabe entonces lo que es estar enamorado de un lugar, de un tiempo único, de apropiarse de un XX de identidades que le dan colores a la piel, y sentimiento al alma.

Buenos Aires, es mía, es del que duerme bajo la autopista,  del que la mira del enésimo piso recoleto, y del que la lee a través de la borra de un café.


Yo vivo en una ciudad, yo vivo en esta Buenos Aires, que me define, me identifica, me represente, me llama, me modela y me emociona. Yo amo a Buenos Aires, esa donde estamos solos, y aun así, en su nostalgia nos abrazamos todos.

Desgarro Citadino

Existe en lo profundo del averno de la intimidad solitaria, un espacio angosto y hostil, donde se alimenta de las sombras una lengua de fuego. Se ha visto destellar esta partícula de infierno en pares de ojos, que enardecen el espíritu de quienes, sueltos como genios inapresables, deambulan por las calles húmedas de lluvia y de adoquines, acechando desde las solapas de sus tapados lisos, como si tan solo mirarsen por encima del hombro por desprecio a lo que observan.

No obstante, caminan con las manos en los bolsillos, manos que no son manos, sino que son el vestigio de lo que alguna vez fueron. Ocultan en los bolsillos las magulladuras y los golpes del sucio trabajo diario. Agazapados estos seres, portadores de tan maléfico brillo ancestral en su mirada, custodian su presa, víctima en primera instancia de su propia ingenuidad.

Hay otros ojos bajo el mismo cielo, en la misma noche, y sobre las mismas calles húmedas de lluvia y de adoquines. Ojos gigantes, en portadores pequeños y atigrados. Pequeños portadores de un fuego fatuo en forma de lengua que se alimenta de sombras, en la más solitaria y hostil intimidad.
Profundamente calmos y salvajes, comparten el códice secreto de la vilidad encarnada. Comparten la presa, el acecho, la calle, el cielo, el agazapo, el fuego. Se debaten sobre el actante del siguiente paso en la lúgubre danza de la perversión citadina, se discuten y se turnan en el cálculo, en la respiración, en la mirada.

Y solo cuando la humedad del aire en movimiento orquesta el silencio de la medianoche, sendas bestias se arrojan desmesuradas sobre la carne fláccida y breve de su presa sorprendida. Le despojan de su abrigo, de la compostura de su camisa, se apropian con celeridad de su resistencia. Destrozan palmo a palmo cada uno de sus miembros, desgarran la carne con las uñas y los dientes, como la legitimidad de la propia defensa en una contienda salvaje del más remoto, irreversible y cruel desierto. Convierten en hilachas, los colgajos de la piel lastimada. Sacuden las facciones del rostro desterrado a metros y metros de distancia, en todas direcciones, hasta que se pierden, como si estas porciones de piezas del rostro jugaran a esconderse en los adoquines.

Encuentran en el grito sordo de esa carne desnudada que se agita con violencia, del dolor y de la muerte que le van embargando una deliciosa sonoridad, una suerte de danza contraída de la muerte. Se retuerce de placer, y de delicia, esa llama perversa en el fondo de su averno profundo

Consumados, unidos y heridos en su éxtasis trágico y mundano abandona ese resto de vida que ni gemir ya puede, y se alejan elegantes e inalterables, a lo largo de tolas pedregosas  calles de la ciudad húmeda, que acompaña sus eróticos ritos y entierra sus muertos.

Diablo

 “Prosperaba en la desgracia, engordaba con el hambre y debido a su terrible lucha por la vida, desarrolló una inteligencia fuera de lo común"
 JACK LONDON 
 

Colmillos Blancos

Las huellas profundas se suceden sobre la nieve. La bestia raída vaga solitaria sobre la extensa llanura blanca, con la hostilidad como único abrigo. Se entibia sus miembros ya pétreos, sordas de toda esperanza y en cada marca  sobre el recuerdo de una hierba que no brota. En sus ojos sagaces, entrenados para encontrar la vida en el desgarro de la carne ajena, la fiera desborda de letargo inalterable.

Aquí la vida solo es seña de un pacto temporal de resistencia, calando hondo en la intemperancia del instinto excitado. A lo lejos, una sombra, otra bestia que acecha en la distancia y amenaza su morada imaginaria, las presas que aun no han cazado, las brasas jamás encendidas, las millas que aun no se han andado. El rodeo agazapado de las bestias rompe el silencio del helado desierto y emula una danza tribal de suspensos.

Un bólido profundo, tanto como extenso el mortal desierto,  atraviesa el aire y cala hondo en los cuerpos suspendiendo toda respiración posible. Ahora son dos bestias furiosas las que se trenzan en el aire, en un ritual perverso, cruel y desesperado. Lo humano del lobo y lo salvaje del hombre, unidos en el bruto abrazo de la muerte. Se encarnan en la piel, se desgarran la carne y brindan con sangre en un orquesta de gemidos escalofriantes.

Destrozados, languidecen lentamente y se abandonan a una suerte pasiva.  Sumidos en la contemplación, sienten el espíritu dispersarse en cada gota de sangre derramada sobre el llano blanco que los seduce y los adormila.

Así, hombre y lobo, sendas bestias abandonan toda lucha, toda gloria, toda supervivencia posible a la salud de aquella tierra de desafíos que ya los ha vencido.

Sin gemidos, el viento atraviesa veloz las llanuras y en su silbido sordo e intenso, cuenta a los osados viajeros la historia de un desierto que promete quitar al hombre de su humanidad, y solo luego, de su propia vida. 

Los temores de Maria

 Cada verano era distinto, y sin embargo María y yo, cada año esperábamos el mismo verano. Los días y las tardes se sucedían lentos, solo interrumpidos por lo breve de la noche. Entre nuestras actividades favoritas, se encontraba la natación a “toda agua”, una suerte de aventura todo terreno, que solo se vivía en los espacios que te hacen y te mojen. Esa era la única consigna. Éramos aficionadas a ese riesgo exclusivo de alejarnos hasta 1 km de nuestra casa de verano.
De las dos María era la más... "precavida" (en sus propios términos); para mí, todas sus rarezas no eran más que la suma de dos fuertes sentimientos que es el fondo... la dominaban: terror y orgullo. Terror a exponerse sin mayores miramientos a nuestras aventuras y orgullo suficiente como para ni siquiera pronunciar que tenía ese miedo. Para convivir entre esos dos sentimientos, María logró un tengo equilibrio: para proteger su orgullo no abandonaba ninguna cruzada y para paliar su miedo, acudía constantemente a sus "precauciones”. Algunas de las precauciones de Maria eran accidentales, dependían de lo particular de la circunstancia a las que nos estuviéramos entregando. Otras,  eran una constante que la hacían rozar el límite de la obsesión Si vamos al pasto, chinela con medias, no sea cosa que algún bichito desubicado se aferrara a sus pies para hacerle daño. Si nos trepábamos a un árbol, alcohol en gel para desinfectar  sus manos después del contacto, si íbamos al agua (actividad que consumía el 80% de nuestra vigilia), era imprescindible que concurriera al chapuzón con los oídos tapados por los tapones.

Con el tiempo y la suma de los días de cada verano, salir con María emulaba la partida a un campamento semestral al medio de la montaña... le faltaba la bolsa de dormir y la carpa. Todo lo demás, si no lo llevaba puesto, lo cargaba en una molesta bolsa de tela que por su tamaño se atoraba en todos los rincones por los que pasábamos. Poco a poco la aventura dejo de ser tal y devino en una ejercitación de la paciencia para tolerar todas las cosas que íbamos no pudiendo hacer a causa de los contratiempos por sus precauciones.
Hasta el día que fuimos al estanque, ese día Maria como siempre cumplió el ritual de adaptación: extendió una manta sobre el suelo, colgó una soga entre las dos ramas más cercanas, donde colgó la toalla con repelente de insectos, se sacó las medias de las ojotas, se roció repelente a prueba de agua, doblo la cantidad de bloqueador solar por poro en su piel, ajusto las antiparras con filtro UV, y se colocó cuidadosamente los tapones para evitar que la diferencia de presiones en el agua dentro y fuera de su cabeza, no fuera a generarle algún malestar... adicional. Así fue que completamente disfrazada de astronauta veraniego se asomó al borde del estanque y con una mirada triunfal, de esas en las que yo pienso que se asegura a si misma haberlo contemplado todo en nombre de la Seguridad, se arrojó libremente, a dejarse llevar por la gravedad hasta el agua. ¡Menuda sorpresa se habrá llevado por dentro!, tanto que sus ojos amenazaron con desorbitarse ante lo que sucedía... María, en toda su precaución, había dado un muy mal salto y toda ella comenzó a desarmarse en el aire.
Todo lo que podía perderse fácilmente se desprendió: las ojotas con elástico, la chapita sanitaria que religiosamente exhibía en su cuello "por si acaso", la florcita naranja de la malla, la colita del pelo, las antiparras....
A mi amiga María se le saltaron los tapones. Los que le tapan los oídos y los que se llevan dentro de la cabeza. Desesperada, viéndose completamente desprotegida, comenzó a agitarse en el aire como atravesada por una corriente eléctrica. Toda su expresión se le desencajo. En medio del ajetreo  no pudo evitar darse de lleno la cara con el fondo no tan hondo del estanque, su columna describió curvas que creía imposibles, sus piernas quedaron en el aire, apenas salpicadas por el charcazo, como si su hubiera enterrado en el fango una flecha. Rígida. Y en el fango.
El burbujeo que llegaba a la superficie me hizo notar que ya debía estar gritando encajada como estuviera allí abajo. Pasada la sorpresa, y recuperada de una inefable carcajada que me poseyó en consecuencia, tire de sus patitas de tero para sacarla del agua.
Maria estaba embarrada, parecía un completa psicótica, toda desprolija, con una expresión que aún hoy no sabría definir.
Ese fue el momento en que se definiría todo: si recuperaba a la vieja María, la temeraria que no temía a nada, o si terminaba por enloquecer y temer a todo.....
Quebrado su orgullo y consumados todos sus temores, Maria estallo en una carcajada que superó ampliamente a la que me poseyera hacia tan solo unos minutos atrás. Ambas reímos incansablemente. Habíamos superado el gran problema. Maria no temía a nada, ni a nadie. Y yo tampoco.

Lo poco que quedaba entonces del verano, fue eterno. No volvimos a vernos con María, nunca más volvimos a coincidir, pero cada vez que concurro a este bosque, y particularmente a este estanque, no puedo evitar encontrarme con todos sus miedos. Entonces, cada vez que uno de mis hijos empieza a mostrarme alguno de aquellos temores irracionales de la infancia, les cuento la simpática historia que vivimos con Maria, que siempre nos enseña que estamos a tan solo un paso de acabar con todos nuestros miedos: ese paso es dejar que ocurran, destrozarlos, y reírnos de ellos.

Reloj Inconducente

Inconducente. El reloj marcha pero no marca las horas. No las verdaderas, las que se marcan sobre la piel. Los minutos se acusan en años dolorosamente perdidos, neciamente olvidados. El solsticio de una juventud desplazada, cae derrotado bajo la inclemente insistencia de la obediencia de vida. Satisfacción inevitable de los senderos de la marcha lenta y conducida. La esperanza, jubilación de los sueños infértiles que no anidaron en la madre tierra cementada de las urbes, es casa de todos, con patio de pastos altos y brisas liberadoras.

El exoesqueleto de nuestras pulsiones se quiebra desventajado, y abandona la resistencia para ofrecerse a la eternidad, fértil abrazo de tierra negra y nueva. Abrigo atemporal de todos los horizontes. 

Las masas


Ciegas caminan las masas acompasadas
Vestida de velo opaco
Desnudas de palabras.
Se ciñen con orgullo falseado
El cinto de la opresión negada,
Y corren, y sudan y sufren,
Para recibir por toda paga
Una palmada de hambre,
De carencia en el alma
Que muere pobre
en su desgracia silenciosa. 

Lugano Viejo

Yo conoci a la ultima pareja de viejictos que compartia religiosamente todas las tardes en el umbral de su puerta, con mates de un termo que no se terminaba nunca. Tenian un perro salchica y un perro batata. Viejitos como ellos, pero los mas lindos de toda la cuadra, sisi, mucho mas lindo que el dalmata de película que tenian siempre tras las rejas los vecinos inmediato de estos abuelitos; o el cocker de la "Señora del Cocker" que era super jugueton y hacia reunión de consorcio con el batata, el salchicha y "Toro" un perro callejero que una chica decia que era suyo pero yo no le creia, porque en realidad "Toro" era de Lugano, y estaba por todos lados y por ninguno donde lo buscases. El iba y venia cuando queria, aparecia y desaparecia, un perro libre, el adulto de la cuadra.

En esa epoca nosotras andabamos en bicileta de punta a punta de la cuadra, y cuando fuimos "grandes" podiamos dar la vuelta manzana pasando por Fonrounge... y el maravilloso pasaje Horacio Casco...  que venia con bajadas para auto de todos los tamaños e inclinaciones y unas loma s de burro que eran parte obligada del desafio.

La calle Pola era peligrosa porque pasaban muchos autos.... a Zuviria le pasaba lo mismo, mucho comercio y movimiento, Miralla era peligrosa solo por estar en la parte "de atras" de la manzana de nuestra casa (clarlamente, nosotras, sobre Pola, estábamos en la parte de adelante de esa manzana). Pero el pasaje Casco tenia algo especial, por ser pasaje, no pasaban muchos autos; por tener lomas de burro, los que pasaban lo hacian lento; sus veredas bien angostas no te dejaban otra alternativa que ir al asfalto, esa era la calle adecuada para hacerse la "grande" ir por la calle, y pedalear a mas velocidad.

Como ya la inseguridad era tema frecuente en lo noticieros, mamá no iba a esperar el comentario de la chusma del barrio para preocuparse: desde que empezamos a dar la vuelta a la manzana teniamos que pasar y tocar "dos timbrazos" por cada vuelta.. y que NO te fueras a olvidar... para la siguiente vuelta te estaba esperando en la puerta con los guantes de ule naranja, y el delantar con pechero en tono ladrillo medio gastado por los años y la dedicacion a las tareas del hogar. Infaltable su colita de pelo a la mitad de la cabeza. "Les dije que me tocaran timbre, solo un timbrecito, asi no me preocupo y uds pueden seguir dando vueltas diez minutos mas, que se va a hacer tarde".

Un dia los perros no estuvieron mas en la vereda, y los abuelitos no sacaron mas su silla, su mate y su termo eterno. Otro dia note que los postigos de la puerta hacia mucho que no se abrían, y aun mirando por la cerradura de ese porton marron de tres cuerpos con postigos de vidrio ciego, creo que color amarillo, no podia notar que hubiera habido ningun tipo de movimiento alli. Hasta que un dia como cualquiera, quizas volviendo del colegio, me di cuenta que habian puesto esas paredes-cartel que se ponen cuando algo esta en construcción. Estaban remodelando.

En esa casa se hizo un novedoso edifico bajito de cuatro departamentos, tardaron años en terminarlos, tanto que tarde mucho tiempo en recordar como era la fachada de la casa antes de los carteles-pared. Años despues de que no hubiera mas batata, salchicha ni abuelos, asumi que entonces, todos ellos se deberian haber ido extinguiendo del barrio. Uno detras de otro, me imagina cada desprendimiento con melancolia. Primero los perros, uno a uno, empezando a marcar el vacio que dejan los años cuando ya terminaron de pasar y es la hora, luego, alguno de los dos abuelos enfermando de esa tristeza que dan las horas viejas,  y el otro, llendo tras el por pura melancolía.... Todo el hogar mudado a otro barrio, lejos de la tierra, quizas un Cielo en el que creyeran..... ¿para que esperar mas?. Y no me di cuenta.

El edificio que hicieron "encima de ellos" se veia hermoso, eran departamentos para alquiler, se los veia nuevos, paquetos, comodos, tenian lindos balcones y tenian suerte porque lugano, y sobre todo esa cuadra de la calle Pola al 2900 cuentan con la mejor luz de la mañana. Porque obviamente, nosotras las de Pola recibiamos el mejor rayo que sacaba el sol... estabamos de frente al amanecer. Lugano sigue siendo ese barrio de casa bajas donde el sol te entra por cada ventana, donde el verano es bien verano, y no tenes mas que subir a una terraza para sentir la copa de los arboles a metros, ver como un panoptico la vida de los vecinos y sus techos, y sentir que estas a un paso del cielo y del Sol....Cuando amanece y cuando se pone. Cuando miraba a los inquilinos nuevos, pensaba que no sabrian que su presencia marcaba el cambio de una era en la cuadra que parecia mas citadina y menos barrial.

Con los abuelitos desaparecio en un tiempo que es indeterminado para mi, una generacion de bicicletas y triciclos que convivian en una misma cuadra a las cuatro de la tarde... de saludos a la distancia con los chicos de la otra cuadra que solo por estar del otro lado de la calle, los sentiamos como de otro continente; de las calles que se podian cruzar (Horacio Casco y Zuviria) y de las que no (Pola en sentido a Miralla), de la aventura del mapa de la tierra mas alla de la frontera (Fonrounge), de decirle al Negro, muchos años antes de que se le muriera Marta - la señora- y que se llevara con ella todas las ganas de vivir del viejo almacenero, que decia mi mama si nos podia mirar para cruzar (y ella ya nos esperaba en la otra esquina, aunque nos hubiera dado el llavero con el corazon de chapa dorado para entrar solas, ¡pero que va´....!); de las idas al colegio silenciosa, esas de antes de que llegaran las mochilas con carrito que hacian un ruido ensordecedor a las siete de la mañana y que le rompian los bordes de las escaleras a Lita en la escuela; de salir hacinedo ruido con los "tacos" a la iglesia los domingos a las 09.00 de la mañana con vestidos y sandalias cuando todavia no llevabamos en la cartera un Himnario propio de la Iglesia porque eramos chicas; de la vida como la conciamos.


Internamente preferi pensar que todos los que mueren en Lugano, se quedan en Lugano, y que entonces Lugano sigue siendo el barrio que yo conocí, con los mismos triciclos y bicis, con el batata, el salchica y los dos abuelos, con el mio que se le sumo hace ya mucho tiempo para mi a esa sepia postal de barrio que todavia no puedo retratar tan fielmente como quisiera. Ese barrio, son todas esos pequeños guardianes que nos fueron cuidando el juego cuando niños y que ahora cuidan el barrio para que no se pierdan sus recuerdos. Y yo quizas sigo jugando como siempre, sabiendo que estan ellos, con mi hermana, en mi cuadra, ahi.

Desde el río soplaba un viento

Desde el río soplaba un viento,
desde mi  asiento sentí su canto,
vibraban en el aire todas sus notas
mientras contaba sus noches,
y cantaba sus sueños.

Acunaba en su seno de viento ribereño,
el llanto ligero, una bruma
de lo sueños perdidos
que ha colectado
 con la bravura suave de su paso.

Se abrigaba en la danza suave,
en que se escondían los rayos del sol
que descansaba radiante, en su pleno silencio.

Y estalló el silencio,
estalló en mil pedazos,
gritando sordamente al pasar.

Viento potente,
abrazo mayúsculo
de frescura y movimiento.

Transito perenne

de todos los sueños. 

No esperare la Primavera

No quiero esperar la primavera.
No aguardare hasta que las semillas que laten
sean brotes vírgenes y puros.
Rebosantes de vida, de vida que les queda,
de vida que comienza.

No me arrullare en los brazos
de la misericordia de los recuerdos
cuando el presente no se transforma
a tiempo en pasado,
y me entrega novicia,
a los brazos de un futuro
que añorado, aguarda impaciente,
desgarrado en su ansiedad apasionada,
por desnudarme de los viejos velos
y regalarme salvaje,
a las manos aladas de la brisa del rio
cuando se desprende de su piedra madre
y se reduce de ilusión a torrente.

No aguardaré aquí sentada,
a que la vejez prematura
empolve mis palabras arrugadas de tristeza seca.
No me quedaré,
meciéndome ruda en la resistencia
frente a la ventana enrejada
de sin sentidos pasados,
de causas olvidadas,
de sentimientos acobardados,
de pasiones desaforadas,
que apenas si serán abrigo
en las tormentas de las desesperanzas profundas,
cuando una noche más profunda que el invierno,
azote con su ramas quebradas de dolor y de miedo enraizado,
las marcas que me surquen el rostro

tajado por los años que ya han muerto.

En este asunto del amor...

En este asunto del amor, que a veces,
uno quisiera
que no acabara nunca de empezar,
parece que alguien dice:
“¿Dios es eternamente joven?”

Es tanta la alegría, que uno ignora
catástrofes y duelos.
Usted dice que sí a toda
la enorme y tan humana tontería.
Sólo hay un pensamiento,
sólo una idea sola
que es multitud, y uno quisiera
leerlo todo con los ojos cerrados
y no tener noticias de uno mismo,
ni recuerdos de nada ni de nadie;
un ágape de luces
a través de las horas inmortales.

Yo había puesto
encima de mi pecho,
un pequeño letrero que decía:
“Cerrado por demolición”.

Y aquí me tiene usted pintando las paredes,
abriendo las ventanas,
adornando la mesa con la flor amarilla
con que paga el otoño sus encantos.

Nadie te dijo, amor, que yo existía.
El amor es silvestre,
uno lo encuentra en todas partes;
en los días sin cielo,
en las tierras sin flores,
lo mismo en la mañana que en la tarde.




-CARLOS PELLICER-
 

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