Las huellas profundas se suceden sobre la nieve. La bestia raída vaga
solitaria sobre la extensa llanura blanca, con la hostilidad como único abrigo.
Se entibia sus miembros ya pétreos, sordas de toda esperanza y en cada
marca sobre el recuerdo de una hierba que no brota. En sus ojos sagaces,
entrenados para encontrar la vida en el desgarro de la carne ajena, la fiera
desborda de letargo inalterable.
Aquí la vida solo es seña de un pacto temporal de resistencia, calando
hondo en la intemperancia del instinto excitado. A lo lejos, una sombra, otra
bestia que acecha en la distancia y amenaza su morada imaginaria, las presas
que aun no han cazado, las brasas jamás encendidas, las millas que aun no se
han andado. El rodeo agazapado de las bestias rompe el silencio del helado
desierto y emula una danza tribal de suspensos.
Un bólido profundo, tanto como extenso el mortal desierto, atraviesa el aire y cala hondo en los cuerpos suspendiendo
toda respiración posible. Ahora son dos bestias furiosas las que se trenzan en
el aire, en un ritual perverso, cruel y desesperado. Lo humano del lobo y lo
salvaje del hombre, unidos en el bruto abrazo de la muerte. Se encarnan en la
piel, se desgarran la carne y brindan con sangre en un orquesta de gemidos
escalofriantes.
Destrozados, languidecen lentamente y se abandonan a una suerte
pasiva. Sumidos en la contemplación,
sienten el espíritu dispersarse en cada gota de sangre derramada sobre el llano
blanco que los seduce y los adormila.
Así, hombre y lobo, sendas bestias abandonan toda lucha, toda gloria,
toda supervivencia posible a la salud de aquella tierra de desafíos que ya los
ha vencido.
Sin gemidos, el viento atraviesa veloz las llanuras y en su silbido
sordo e intenso, cuenta a los osados viajeros la historia de un desierto que
promete quitar al hombre de su humanidad, y solo luego, de su propia vida.
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