Silenciosa
era la tarde. Desde que había amanecido, el día se había puesto casi sordo para
con él. Casi no podía escucharlo.
Habrá
deambulado por cuantas manzanas, pasando por al lado de todos los vecinos,
saludando, sonriendo, devolviendo con su habitual soltura una frase elocuente a
cualquier comentario cumplido.
Se habrá
sentido mal quizás, todo el día, o quizás no, puesto que tal vez, ya habría
tomado la anteúltima decisión más importante de su vida, o de lo que quedaba de
ella.
Le habrá
dolido la cabeza, y quizás, ese habría sido el motivo de su últimamente corva
postura.
Haberlo
sabido antes.
La discreción
me obligó a no preguntarle nunca cómo estaba de verdad, cómo se sentía respecto
de lo que le estaba sucediendo y que desde ya, era de barrial conocimiento.
Todos sabíamos que la estaba pasando mal.
No me importó
su malestar, más de lo que me importó no parecer indiscreta. Guardé la
espontaneidad y la humanidad, para otro momento. Creyendo que habría otro.
Mi mente
justificó cada cambio paulatino, a su manera, la más ligera, la más cómoda, la
más segura. Ya no se lo veía alegre ni bromista, por fin había madurado. Había
adelgazado muchísimo, por fin se había comenzado a cuidar. Se lo veía algo
demacrado: “anda a saber donde estará parando de noche”.
Cada síntoma
tenía una explicación. Una explicación que no exigía de mi, mas que pensarla
una sola vez. Una explicación que cerrara por sí misma. Donde el no necesitara
de nadie mas. Donde tampoco necesitara
de mí. Inconscientemente, en lo posible.
Eran cambios.
Eran signos de madurez. No eran síntomas. Error de Interpretación. El error
mío, y de muchos otros que hicieron como
yo. Todos somos muy buenos, pero ya no nos involucramos. Cualquier cosa avisame, solo avisame. Y nada
más.
Se que
tristemente somos mas, y no me escondo en esa mayoría. Por eso escribo esta
crónica subjetiva.
Que nadie lo
imaginara. Que a todos nos tomara por sorpresa. Que no supiéramos que paso. Que
todos hayamos pensado “¡de haberlo sabido!”. Que nadie sepa a quien
llamar. Que todos sigan con lo mismo: Silencio.
El estaba
solo, y estando con todos, nadie estaba con él. Nosotros lo ubicamos ahí, en la
solicitada poca distancia del “Y qué querés que haga yo”. Y si fue la Soledad, y todos los sentimientos
tortuosos que de ella se desprenden lo que motivo aquella serie de decisiones
desafortunadas, por las que se llevó a tan triste desenlace, entonces todos un
poquito somos protagonista en ese escenario del lunes por la tarde.
Tuvo tiempo
de entrar una escalera, y de escoltarla al lugar que había decidido. Preparó
todo, quizás como quien prepara un altar, con sentimiento sagrado. Quizás, como
quien tiende la cama luego de un día fuertemente agotador. Quizás, pensando en
su pequeño hijo de 7 años. Quizás, absolutamente desafectado de todo,
persiguiendo la certeza física de la irreversibilidad.
Quizás lloró
con la desesperación que se siente ante lo irreversible, y ante la
desesperación de la pérdida. Quizás lloró amargamente, quizás temió al dolor. Quizás
solo tuvo angustia.
Pudo haberlo
pensado todo, para que al encontrarlo, el impacto sembrara frío y causara
silencio en quienes él había amado. Quizá lo pensó desde el morbo. Quizás no
pensó, porque no importaba nada, o porque todo importaba tanto, que si lo
pensaba, se arrepentiría antes de siquiera intentarlo.
Quizás,
capaz, tal vez. La noticia nos llegó a todos, y nos trajo tal confusión, que
respondimos con más silencio. Como siempre. Porque tal vez, y a pesar de
el, no vamos a cambiar mas.
Tuvo que
haber subido muchos peldaños, y tomar varias decisiones. La primera, el camino
que iba a emprender, un boleto solo de ida hacia lo que hay detrás de la
incertidumbre y el misterio. La de dejar
todo lo que conocía, y con ello, todo lo que amaba. También la de abandonar
todo lo que desde entonces, no podría conocer: el futuro de su hijo.
La Segunda,
orquestar la escena para que fuera perfecta, o desesperada, pero en definitiva,
tomar todos los recaudos y acciones necesaria para que simplemente fuera, y se
cumpliera con que tal vez, único objetivo para ese día.
La Tercera: la
acción, despedirse del mundo en imágenes peldaño por peldaño de la escalera. Ir
despojándose con paso de la vida, así como de las culpas, así como del dolor,
tal vez. Acercarse, acomodarse, equilibrarse, ajustarse. Contemplar y
vacilar... Tal vez.
En el momento
donde el impacto provoca más silencio hablo de él porque al hacerlo hablo de mi
misma. Al no notarlo a él, no percibí de mí, lo que ya no estaba: la humanidad.
Nada definitivo, nada grave. Nada ni nadie puede responsabilizarme de que esto
haya sucedido. Ni siquiera yo. Ni siquiera acercándome a él, de la forma que lo
hubiera hecho si el mundo no fuera tan así como es y me “obliga” a ser, podría
haberlo evitado. Pero aún así, no lo hice.