En
la ventana, se presentaba el día lluvioso, agolpando las gotas sobre el vidrio,
trazando rutas de recuerdos, sobres las vistosas figuras deambulantes que se
deshacían en la distancia.
La lluvia obraba en
su carácter y en sus ojos inverosímiles formas extraordinarias, como
variaciones musicales de una misma pieza.
Su necesidad
característica de tener las manos ocupadas, la habían hecho cómplice y culpable
de mas de muchos crímenes que rompían y escandalizaban los itos del orden que
imponía la moral de las buenas costumbres.
El recato y la
armonía, jamás se habían enumerado entre sus variadas virtudes. Su forma de
concebir,y de concebir al mundo, siempre le imprimieron un ángel muy particular,
y misterioso.
Poseía un humor
particular, sereno, solemne,taciturno. Su mirada tranquila y su sonrisa
fascinantemente moderada, envolvían su figura en una clara estela de gracia y
sensualidad.
Desconocía el
sentido de la inocencia que fingía no poseer. La sola idea de saberse
vulnerable a la distancia, le distraía tajantemente de cualquier pensamiento
perturbador, dulcemente turbador, como los muchos que se venían sucediendo en
las noches y humedeciendo en las mañanas.
Caminaba con los
pies descalzos sobre la alfombra gris templada que vestía todo el apartamento.
Vivir en piso cuarto
le había conferido una autoridad inimaginada sobre la ciudad, que pasiva, se
dejaba ver por entre los cristales. Lejos de los perturbadores eclipses de
sonidos urbanos, se deleitaba de la visión panorámica que obtenía de su mundo
habitual, al que desde su lugar contemplaba como una maqueta dinámica.
Sus curvas vagaban
gráciles por el recinto finamente decorado, cuya armonía era exclusivamente
obra de una mano de mujer.
Excesivamente
dispuesta al contacto. Descendió los cuatros pisos y 2 salas de estar que la
separaban de la vereda. Salía al encuentro de un encuentro sin saber lo que
podían encontrar.
Los tacones
repicaban sobre el asfalto húmedo, y en sus piernas delgadas se perdían ciertas
miradas lascivas.
Caminaba arrojándose
al aire, arremetiendo contra la lluvia suave que se le ensortijaba en el
cabello.
El viento le raspaba
la piel, al tiempo que le refrescaba la frente, el rostro, que hervían de una
fiebre devastadora, que la obligaba a salir a buscar.
Sentía al viento
acumularse toscamente entre los pliegues de s ropa, como manos rudas
acariciándose. No tenía certeza del destino al que arribaría, y fue en aquella
incertidumbre, que su consciencia despertó.
Regresar, ocultarse,
reprimirse, reflexionar, reconsiderar la gravedad de sus impulsos hasta anular
su viabilidad.
La crudeza de su
contradicción la abatió, y decidió refugiarse en un Jazz Bar olvidado de la
cuadra que caminaba.
La mano en la
cabeza, sosteniéndola don desgano y sin paciencia. Su otra mano
recrudecidamente blanca, calentando un vaso de Whisky sin hielo, en el que
jugaba a ahogar su frágil consciencia. Los botones desabrochados de su tapado
todavía húmedo por el inclemente clima que aún tronaba al otro lado de la
puerta. Una desvergonzada gota tibia, que impúdica, le recorría minuciosamente
la línea del escote. Sintió tensarse los senos y estremecerse de aquella mínima
sensación. Era un contacto tan espontáneo y hacía tanto tiempo que no se lo
permitía sentir, que la última de sus barreras morales, sucumbió ante tan
inesperado contacto, dejándole completamente vulnerable al placer de la
sensibilidad.
Sus ojos rasgados,
se entrecerraban intermitentemente, y sus labios fibrilaban imperceptibles,
describiendo en su rostro la estela de aquel sutil pero profundo placer.
Al levantar la vista
hacia la barra del bar, una figura opaca oscureció la visión y señaló una silla
contigua, que estaba vacía.
Sin aguardar
respuesta de la joven mujer que le contemplaba, tomo asiento con una sonrisa
gallarda, e indicó al mozo que compartiría el trago de la señorita, a quien,
por cierto, ya se e había acabado el suyo.
La charla fue larga
y amena, y ninguno de los dos recordó de que se trató.
Las imágenes
perpetuaban en su mente, como registros fotográficos de aquel hombre. Su mente
documentaba cada gesto, como si con su conjunto, pudiera componer el perfil de
su identidad. Su perfil, ciertamente había sido favorecido por la naturaleza.
Los ojos castaños, el pelo a la miel, la piel suavemente dorada, y la dulce
sensualidad de sus gestos, y su grácil porte lo hacían un objeto obligado de
todas las miradas.
En algún momento del
intercambio, sus manos se habrán entrelazado, sus pies, superpuesto, y las
miradas encontrado ya muchas veces.
De las manos, a los
brazos y de ahí al cuello, susurros húmedos se corrían de la boca al oído. Las
orejas apresadas en los labios del gallardo extraño.
Las dos
entrepiernas, estremecidas al contacto, se tensaban, y hasta les dolían.
Pagada la cuenta,
abandonado el Bar, y olvidada la música que los acompañó durante la tan
sorpresiva velada, salieron a desencontrarse con el mundo, y a olvidarse, tan
solo por un momento, de todo lo que conocían.
Contra aquella
pared, y entre las sombras, los besos profundos y las manos se confundían entre
las prendas, que, a a fuerza de suaves jalones y tironeos, holgaban hábilmente,
ofreciendo a la intimidad de la vista y de las manos, aquello que debían vestir.
(...)