Yo vivo en una
Buenas Aires que no todos conocen, y que sin embargo, a todos conoce.
Buenos Aires es una
ciudad que se embellece sola, porque se abraza a la historia que le fue dando
forma, y se aferra con fuerza cuando los recuerdos quieren desvanecerse.
Entonces vemos algunas veces, sin entender muy bien porque, que Buenos Aires es
ese crisol de épocas vivas que se apoyan sobre las baldosas de una misma
vereda.
Buenos Aires es sus
edificios, sus casas, y sus cafecitos
medio derruidos, que a veces comparten su atmósfera color sepia desde una
ochava gris, mordida en los cordones, o en algún pasajecito o callecita no tan concurrida.
Buenos Aires es también la suma de sus barrios que son tan distintos como las
personas que concurren a una misma senda peatonal en el Obelisco a las 12 del
mediodía de un lunes de abril. Buenos Aires es todas las personas que aunque
sea solo una vez, la han caminado.
Las personas van
caminando por las calles de la ciudad con paso aplomado sin saber que cada una
de las pisadas de las suelas de sus zapatos provoca las vibraciones de los
golpes de los bombos en las murgas de las plazas los sábados por la tarde.
Cuando los niños
gritan en los patios de recreo destechados, proyectan su mirada hacia el cielo,
acumulando con fuerza sus gritos entre
las nubes que tronaran con la misma fuerza de esos gritos en los relámpagos de las tormentas
fuertes que sacuden los edificios y desarman los tendederos de ropa del centro
de la ciudad en verano.
Hasta el agua que
circula en Buenos Aires, lo hace con la misma gracia que los bailarines de
Tango que se ofrecen a los que son extranjeros en su propia tierra, en las
peatonales de Florida y Lavalle. Aparece por todos lado, nace en lo plateado de
nuestro río, se acumula en sus dársenas decoradas de ingeniosa arquitectura
moderna, esa que no logra imponerse al paisaje tradicional de los edificios que
están desde aquel siempre que antecede a nuestra propia existencia; se
distribuye en sus invisibles canales, y
en cada tormenta brota hacia el asfalto empinado en las alcantarillas de
un Parque de Patricios que no puede lavarse de la boca su sabor a barrio.
El espíritu de esta
Ciudad lo encuentro sudor de las canchas agitadas, que se abrazan entre sus
miles de espectadores cuando celebran un gol, que solo por ser un gol más en
Buenos Aires, tiene esa impronta de pueblo refinado con aires de nostalgia que
puede sentirse en la bruma de cada mañana, en el ruido de las puertas altas de
los PH cuando se cierran y hacen rebotar sus paneles de vidrio ciego. En el
olor a viejo y barrio de los que toman mate en la puerta de la casa con el sol
de las cuatro de la tarde.
Quien ha llegado a
Buenos Aires, quien ha nacido en esta patria chica de adoquines y de silencio
de domingo a la hora de la siesta, sabe entonces lo que es estar enamorado de
un lugar, de un tiempo único, de apropiarse de un XX de identidades que le dan
colores a la piel, y sentimiento al alma.
Buenos Aires, es
mía, es del que duerme bajo la autopista,
del que la mira del enésimo piso recoleto, y del que la lee a través de
la borra de un café.
Yo vivo en una
ciudad, yo vivo en esta Buenos Aires, que me define, me identifica, me
represente, me llama, me modela y me emociona. Yo amo a Buenos Aires, esa donde
estamos solos, y aun así, en su nostalgia nos abrazamos todos.