Inocencia Pactada

No debiera sorprendernos encontrarnos una noche atravesando con la mirada, las gotas de lluvia que se deslizan pausada y arrítmicamente por la ventana en un día lluvioso, con una sensación de abandono de las fuerzas en cada fibra muscular. No debiera.

No puede ser evitado. No debe culparse a nadie. Solo quien lo probó lo sabe. Pocas cosas en el mundo han de ser más inevitable que esta que les cuento.

De alguna forma os puedo contar que fue lo que sucedió, una suerte de acontecimientos cronológicamente organizados, que describen a modo de compendio  los episodios que hacen a mi historia, mas no es esa sino otra, la forma  en que yo he de contarlo  esto que me ha sucedido. La historia de una transformación horrorosa.

Originalmente sentía yo que siendo todo aquello que se supone  por  bueno, estaría mística y misteriosamente amparado de los efecto del Mal sobre mí, y tanto como de su ejercicio.  Algo así como la garantía de que no pertenecía a esa extraña subdivisión de  la raza humana donde los seres están esencialmente dotados de sentimos oscuros y  acciones pecaminosas y vertebradas en el placer.

No fue hasta entonces que en mi finamente acabada rutina diaria, las cosas empezaron a perturbarse. Por algún motivo que entonces no llegue a advertir, no podía concentrarme en mis tareas habituales, las que nunca antes me habían resultado costosas. El letargo se iba apoderando  lentamente de mi postura frente al ordenador, mi mente no lograba estimularse con ningún tipo de infusión que bebiera.

Algo había cambiado, o quizás algo estaba cambiando dentro de mí. Un día determinado, sin fenómenos climáticos que lo hicieran especial, o eventos agendados que lo hicieran más memorable que cualquier otro, experimenté la primera manifestación innegable de lo que venía sucediendo.

No fue hasta que Juan Q. cayese de la apiladora que lo mantenía elevado a la altura del tercer nivel del rack de materiales peligrosos (uno 8 metros de altura aproximadamente), y escuchase yo el sonido de su columna vertebral estallando en incontable cantidad de piezas, al interrumpir la libre caída una de las uñas de la máquina que, aún en marcha y con un conductor presa del más absoluto pánico, que pude sentir estremecerse a cada una de mis terminales nerviosas de una forma exquisitamente novedosa para mí.

Interrumpidas ya mis discontinuadas tareas, salí de la oficina, para apreciar bien de cerca el escenario que olía a pánico y a sangre fresca. De cerca, las cosas se veían muchísimo más claras, el escenario era vívidamente más intenso, los sonidos dejaban de ser sordos, y la presencia de una soledad absoluta en el depósito que hizo su eco en medio de mi pecho, logrando que mi corazón fibrilara en un dulce suspenso cargado de adrenalina. Estábamos solos, o estaban solo aun creyendo que estaban conmigo, o mejor dicho, creyendo que yo estaba con ellos.

Y estaba pero de alguna forma, me encontraba ausente. Si bien me encontraba de pie, detenido ante el mórbido escenario, mi mente no recurría a las acciones que, antes, hubiera recurrido: reportar el accidente, brindar unos precarios primeros auxilios, calmar a mi compañero en pánico, etc. Esta vez me encontraba recordando las múltiples ocasiones en que quién ahora yacía destrozado  boca abajo sobre el sucio piso del Warehouse, echando sangre por cuanto agujero tuviera a la vista, me había molestado dejándome golpeado, humillado, herido en mi precario orgullo proletario, a merced de mi quebrada voluntad. Recordé las veces que deseé que alguna fuerza supra humana tomara conocimiento de esta situación que innegablemente, tomara medidas pertinentes que resarcieran mi daño, y marcaran honda huella en mi perpetrador.

Lo pensaba con la misma fuera con que se reza una promesa. Y quien fuera que lo haya hecho, me escucho. Fue esa entonces la sensación que sentí al sentirlo destruirse la columna, el torso, el rostro y el futuro completo. Bebí un sorbo de venganza, y me dio una particular saciedad. Una que no creí posible experimentar antes.
Los hechos que se sucedieron con inmediata posterioridad, ciertamente los desconozco, o de conocerlos, no los recuerdo en absoluto. El único registro que tengo desde ese momento es el de unas filosas pulseras clavadas en mis muñecas: esposas. De allí en más, el tiempo fue una sucesión indefinida de rostros con expresión condenatoria, de llenado y firma de formularios inescrutables, de llamados, abogados, habitaciones enrejadas, con espejos, oscuras y húmedas. Y el estrado.

Desde allí intento una y otra vez, dar a conocer mi historia, y refutar las innegables teorías confabuladoras de que tuve algo que ver en el incidente de Juan. No sería capaz de consumar tales cosas. Ni tampoco sería posible que materializara mis pensamientos de venganza, o mi sentimiento de profundo odio por el operario caído, justamente, en desgracia.

El escenario me incriminaba, los testimonios acusatorios eran directos. Yo habría obstruido la máquina durante el tiempo de almuerzo de ese mismo día, y habría aguardado con sospechosa actitud el momento del accidente dentro de mi oficina, mientras comida un tupper frío tallarines con estofado del día anterior.

Solo por un momento, me detuve a pensar si esto era cierto. Yo de aquel día apenas recordaba la perturbada rutina diaria, mis tareas discontinuadas, y con exquisito detalle el accidente.

¿Acaso seria cierto que me habían escuchado? ¿Acaso concurrí a un extraño pacto oscuro, principio de todas mis transformaciones, para acabar, de esa forma, con todos los tormentos que Juan Q me propinaba?. Tras esa pregunta, mi conciencia guardó un hondo silencio. Y entonces lo supe. Si saber cómo lo logré, era culpable. Pero no había sido yo.

-           ¿Cómo se declara?

-           Inocente, Su Señoría.

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