Grité durmiendo; de pronto interrumpí la noche. La calma que nunca fue
tal, se quebró en mil pedazos, cada uno, fragmentos de un pasado negado, de
gritos compactos tras la mano que se le apropia de los labios que inocentes,
intentaron abrirse para pronunciarse, cuando aún había tiempo.
Rota la noche, vagué por la oscuridad de los recuerdos, mórbidas ramas
del absurdo pasado que rasgan la piel sin la ambición de atravesarla.
Abrupta la caída de todos los tropiezos, profunda la herida, gruesa la
marca, indeleble las cicatrices con que se graban las danzas de la yesca
erguida cuando se describe en la piel.
Y aún así, abatido de tanto pasado,
sordo por el propio grito, no aminoré mi marcha. Seguí marcando mis
pasos por el sendero crujiente de lo reciente. Y aun así, ardiendo en mis
brazos rasgados, no recusé mi camino. Pues habita tras la senda, allí donde la
yesca erguida se mezcla con las hojas del otoño joven, el tiempo de un espacio,
y el espacio de un tiempo inacabado donde todas las cosas aún suceden, sin
tanto pasado como futuro posible, sin tanta sonrisa, como semblante reflexivo y
lágrimas emotivas.
Abrigado por el día, por la oscuridad de la noche, rasgado el vestido
de la piel y sometida la voluntad al tedio de la andanza no habría de detener
mi marcha, no rompería el fluir de mi destino, no renegaría de mi lucha
cotidiana, puesto que no hay forma en que yo pueda entregar a ningún espectro
del pasado la renuncia a mi futuro.
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