Cada verano era distinto, y
sin embargo María y yo, cada año esperábamos el mismo verano. Los días y las
tardes se sucedían lentos, solo interrumpidos por lo breve de la noche. Entre
nuestras actividades favoritas, se encontraba la natación a “toda agua”, una
suerte de aventura todo terreno, que solo se vivía en los espacios que te hacen
y te mojen. Esa era la única consigna. Éramos aficionadas a ese riesgo
exclusivo de alejarnos hasta 1 km de nuestra casa de verano.
De las dos María era la más... "precavida" (en sus propios
términos); para mí, todas sus rarezas no eran más que la suma de dos fuertes
sentimientos que es el fondo... la dominaban: terror y orgullo. Terror a
exponerse sin mayores miramientos a nuestras aventuras y orgullo suficiente
como para ni siquiera pronunciar que tenía ese miedo. Para convivir entre esos
dos sentimientos, María logró un tengo equilibrio: para proteger su orgullo no
abandonaba ninguna cruzada y para paliar su miedo, acudía constantemente a sus
"precauciones”. Algunas de las precauciones de Maria eran accidentales,
dependían de lo particular de la circunstancia a las que nos estuviéramos
entregando. Otras, eran una constante
que la hacían rozar el límite de la obsesión Si vamos al pasto, chinela con
medias, no sea cosa que algún bichito desubicado se aferrara a sus pies para
hacerle daño. Si nos trepábamos a un árbol, alcohol en gel para
desinfectar sus manos después del
contacto, si íbamos al agua (actividad que consumía el 80% de nuestra vigilia),
era imprescindible que concurriera al chapuzón con los oídos tapados por los
tapones.
Con el tiempo y la suma de los días de cada verano, salir con María
emulaba la partida a un campamento semestral al medio de la montaña... le
faltaba la bolsa de dormir y la carpa. Todo lo demás, si no lo llevaba puesto,
lo cargaba en una molesta bolsa de tela que por su tamaño se atoraba en todos
los rincones por los que pasábamos. Poco a poco la aventura dejo de ser tal y
devino en una ejercitación de la paciencia para tolerar todas las cosas que
íbamos no pudiendo hacer a causa de los contratiempos por sus precauciones.
Hasta el día que fuimos al estanque, ese día Maria como siempre
cumplió el ritual de adaptación: extendió una manta sobre el suelo, colgó una
soga entre las dos ramas más cercanas, donde colgó la toalla con repelente de
insectos, se sacó las medias de las ojotas, se roció repelente a prueba de
agua, doblo la cantidad de bloqueador solar por poro en su piel, ajusto las
antiparras con filtro UV, y se colocó cuidadosamente los tapones para evitar
que la diferencia de presiones en el agua dentro y fuera de su cabeza, no fuera
a generarle algún malestar... adicional. Así fue que completamente disfrazada
de astronauta veraniego se asomó al borde del estanque y con una mirada
triunfal, de esas en las que yo pienso que se asegura a si misma haberlo
contemplado todo en nombre de la Seguridad, se arrojó libremente, a dejarse
llevar por la gravedad hasta el agua. ¡Menuda sorpresa se habrá llevado por dentro!,
tanto que sus ojos amenazaron con desorbitarse ante lo que sucedía... María, en
toda su precaución, había dado un muy mal salto y toda ella comenzó a
desarmarse en el aire.
Todo lo que podía perderse fácilmente se desprendió: las ojotas con
elástico, la chapita sanitaria que religiosamente exhibía en su cuello
"por si acaso", la florcita naranja de la malla, la colita del pelo,
las antiparras....
A mi amiga María se le saltaron los tapones. Los que le tapan los
oídos y los que se llevan dentro de la cabeza. Desesperada, viéndose
completamente desprotegida, comenzó a agitarse en el aire como atravesada por
una corriente eléctrica. Toda su expresión se le desencajo. En medio del
ajetreo no pudo evitar darse de lleno la
cara con el fondo no tan hondo del estanque, su columna describió curvas que
creía imposibles, sus piernas quedaron en el aire, apenas salpicadas por el
charcazo, como si su hubiera enterrado en el fango una flecha. Rígida. Y en el
fango.
El burbujeo que llegaba a la superficie me hizo notar que ya debía
estar gritando encajada como estuviera allí abajo. Pasada la sorpresa, y
recuperada de una inefable carcajada que me poseyó en consecuencia, tire de sus
patitas de tero para sacarla del agua.
Maria estaba embarrada, parecía un completa psicótica, toda
desprolija, con una expresión que aún hoy no sabría definir.
Ese fue el momento en que se definiría todo: si recuperaba a la vieja
María, la temeraria que no temía a nada, o si terminaba por enloquecer y temer
a todo.....
Quebrado su orgullo y consumados todos sus temores, Maria estallo en
una carcajada que superó ampliamente a la que me poseyera hacia tan solo unos
minutos atrás. Ambas reímos incansablemente. Habíamos superado el gran
problema. Maria no temía a nada, ni a nadie. Y yo tampoco.
Lo poco que quedaba entonces del verano, fue eterno. No volvimos a
vernos con María, nunca más volvimos a coincidir, pero cada vez que concurro a
este bosque, y particularmente a este estanque, no puedo evitar encontrarme con
todos sus miedos. Entonces, cada vez que uno de mis hijos empieza a mostrarme
alguno de aquellos temores irracionales de la infancia, les cuento la simpática
historia que vivimos con Maria, que siempre nos enseña que estamos a tan solo
un paso de acabar con todos nuestros miedos: ese paso es dejar que ocurran,
destrozarlos, y reírnos de ellos.
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