Existe en lo profundo del averno de la intimidad solitaria, un espacio
angosto y hostil, donde se alimenta de las sombras una lengua de fuego. Se ha
visto destellar esta partícula de infierno en pares de ojos, que enardecen el
espíritu de quienes, sueltos como genios inapresables, deambulan por las calles
húmedas de lluvia y de adoquines, acechando desde las solapas de sus tapados
lisos, como si tan solo mirarsen por encima del hombro por desprecio a lo que
observan.
No obstante, caminan con las manos en los bolsillos, manos que no son
manos, sino que son el vestigio de lo que alguna vez fueron. Ocultan en los
bolsillos las magulladuras y los golpes del sucio trabajo diario. Agazapados
estos seres, portadores de tan maléfico brillo ancestral en su mirada, custodian
su presa, víctima en primera instancia de su propia ingenuidad.
Hay otros ojos bajo el mismo cielo, en la misma noche, y sobre las
mismas calles húmedas de lluvia y de adoquines. Ojos gigantes, en portadores
pequeños y atigrados. Pequeños portadores de un fuego fatuo en forma de lengua
que se alimenta de sombras, en la más solitaria y hostil intimidad.
Profundamente calmos y salvajes, comparten el códice secreto de la
vilidad encarnada. Comparten la presa, el acecho, la calle, el cielo, el
agazapo, el fuego. Se debaten sobre el actante del siguiente paso en la lúgubre
danza de la perversión citadina, se discuten y se turnan en el cálculo, en la
respiración, en la mirada.
Y solo cuando la humedad del aire en movimiento orquesta el silencio
de la medianoche, sendas bestias se arrojan desmesuradas sobre la carne
fláccida y breve de su presa sorprendida. Le despojan de su abrigo, de la
compostura de su camisa, se apropian con celeridad de su resistencia. Destrozan
palmo a palmo cada uno de sus miembros, desgarran la carne con las uñas y los
dientes, como la legitimidad de la propia defensa en una contienda salvaje del
más remoto, irreversible y cruel desierto. Convierten en hilachas, los colgajos
de la piel lastimada. Sacuden las facciones del rostro desterrado a metros y
metros de distancia, en todas direcciones, hasta que se pierden, como si estas
porciones de piezas del rostro jugaran a esconderse en los adoquines.
Encuentran en el grito sordo de esa carne desnudada que se agita con
violencia, del dolor y de la muerte que le van embargando una deliciosa
sonoridad, una suerte de danza contraída de la muerte. Se retuerce de placer, y
de delicia, esa llama perversa en el fondo de su averno profundo
Consumados, unidos y heridos en su éxtasis trágico y mundano abandona
ese resto de vida que ni gemir ya puede, y se alejan elegantes e inalterables,
a lo largo de tolas pedregosas calles de
la ciudad húmeda, que acompaña sus eróticos ritos y entierra sus muertos.
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