No quiero esperar
la primavera.
No aguardare hasta
que las semillas que laten
sean brotes vírgenes
y puros.
Rebosantes de vida,
de vida que les queda,
de vida que
comienza.
No me arrullare en
los brazos
de la misericordia
de los recuerdos
cuando el presente
no se transforma
a tiempo en pasado,
y me entrega
novicia,
a los brazos de un
futuro
que añorado,
aguarda impaciente,
desgarrado en su
ansiedad apasionada,
por desnudarme de
los viejos velos
y regalarme
salvaje,
a las manos aladas de
la brisa del rio
cuando se desprende
de su piedra madre
y se reduce de
ilusión a torrente.
No aguardaré aquí
sentada,
a que la vejez
prematura
empolve mis
palabras arrugadas de tristeza seca.
No me quedaré,
meciéndome ruda en
la resistencia
frente a la ventana
enrejada
de sin sentidos
pasados,
de causas
olvidadas,
de sentimientos
acobardados,
de pasiones
desaforadas,
que apenas si serán
abrigo
en las tormentas de
las desesperanzas profundas,
cuando una noche más
profunda que el invierno,
azote con su ramas
quebradas de dolor y de miedo enraizado,
las marcas que me
surquen el rostro
tajado por los años
que ya han muerto.
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